¿Cómo llegamos a esto? Tres condiciones para acabar a fondo con la violencia.

No hay trabajo más bonito que el de la policía, suelo comenzar diciendo en los talleres que he impartido a las corporaciones policiacas. Proteger la vida y la integridad, las posesiones y la paz social, particularmente cuando se trata de los más vulnerables, es un trabajo que debe llenar de satisfacción. De allí partimos para luego dialogar sobre los obstáculos que impiden cumplir con ese deber. Fruto de este diálogo con policías y de la experiencia documentando crímenes atroces (desapariciones, masacres, tortura, entre otros) puedo decir que tengo diagnosticados tres obstáculos principales que inciden en los niveles dantescos de violencia que se viven en México.

Primero. No existe corporación policiaca que yo haya conocido, incluida la Policía Federal, cuyos oficiales no tengan que comprar sus propios uniformes, pagar de su salario el mantenimiento de las patrullas, capacitarse en sus días de descanso o trabajar turnos de 24 por 24 (lo que equivale a trabajar 16 horas diarias sin fines de semana) para que los jefes se ahorren todo un turno. La falta de garantías a sus derechos laborales es el primer obstáculo para el cumplimiento de su deber. El desprecio a la labor policial ha sido tolerado por autoridades y ciudadanos por mucho tiempo.

El segundo obstáculo es la corrupción. Al hilo de lo anterior, en no pocos casos los oficiales tienen que cumplir con la cuota diaria de extorsión que les exigen los mandos superiores como garantía para conservar el trabajo o para obtener una mejor plaza, esquina o tener un ascenso. Esto les obliga a hacer de la extorsión a los ciudadanos parte sustancial de su quehacer diario. Si el policía de a pie es corrupto es porque su jefe también lo es hasta lo más alto en la cadena de mando. La mezquindad por encima de la dimensión comunitaria de la labor policial no sólo es tolerada, sino que muchas veces es también fomentada por autoridades y ciudadanía.

El tercero obstáculo, facilitado por los anteriores, es la captura de las corporaciones policiacas por el crimen organizado. Este es el extremo brutal de la corrupción y del abandono a los agentes policiacos. Son muchos los ejemplos donde las corporaciones enteras son corresponsables de desapariciones, torturas, ejecuciones y detenciones arbitrarias al servicio del crimen: Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, Chihuahua, Guerrero, Morelos y Veracruz, por señalar algunos, son sólo ejemplos documentados de un patrón sistemático de captura de las corporaciones, de las dobles nóminas, pero también de los héroes desconocidos que, negándose a cooperar, han sido ejecutados o también desaparecidos (muchas de las mujeres que participan en el movimiento de víctimas son madres de policías desaparecidos) sin el reconocimiento de sus corporaciones.

Los policías de a pie son el eslabón más débil en la cadena de seguridad, no tienen protección de sus jefes y suelen estar enfrentados a la ciudadanía. Además, no tienen dónde quejarse, ni quien abogue por ellos. Estas vulneraciones han hecho que los policías en la gran mayoría de los casos, pasen de ser los héroes que de niños imaginamos a victimarios. No debe extrañarnos que la ciudadanía ya no tolere el grado de brutalidad extrema y terror al que hemos llegado y exija, con toda razón, la presencia militar.

El dilema es que los militares tampoco han estado exentos de sufrir las mismas coacciones de maltrato, corrupción y crimen como ha sido demostrado en numerosos casos a lo largo de los últimos 12 años, pero además que su formación no es la de salvaguardar la vida y la integridad (incluso de quien delinque), sino todo lo contrario, acabar con un enemigo. Lo que en una guerra regular es un acto legítimo, matar en un estado de derecho es un delito, y si es perpetrado por un agente del Estado, constituye una grave violación a los derechos humanos. El uso del ejército, por definición, entraña siempre la idea de un enemigo.

El nuevo gobierno federal tiene el gran reto de superar el dilema que sus predecesores no pudieron: abandonar definitivamente la idea de combatir enemigos y sustituirla por la labor de recuperar el estado de derecho, acabando con los tres obstáculos descritos.

Por un lado, se debe enfocar en rescatar la función de la policía para que supla en poco tiempo a la Guardia Nacional recién creada. Esto empieza por dignificar la labor policial, darles a los agentes la preparación necesaria y remunerarlos acorde a un salario digno con prestaciones para sus familias, asegurar que todas las policías tengan los insumos necesarios para trabajar, y dotarles de mecanismos imparciales donde quejarse y denunciar. Los organismos públicos de derechos humanos deberían atender con especial interés los derechos de los agentes policiales (en su caso militares y ahora de la Guardia Nacional), porque una policía bien preparada, bien pagada y bien protegida, favorece la seguridad jurídica de la ciudadanía.

La policía que tiene un contacto cotidiano con la ciudadanía siempre debe ser local. Si los agentes policiales tienen arraigo en las comunidades a las que sirven y éstas tienen garantías para la rendición de cuentas, el escrutinio y la sanción pública, habrá más incentivos para que la policía proteja y no ataque. Un proyecto de democratización de la policía requiere planeación, conocimiento y voluntad de todos los niveles y ámbitos de gobierno, la consolidación del estado de derecho democrático (vs la violencia y la barbarie), lo merece.

El segundo esfuerzo es el combate a la corrupción, procesando efectivamente a los responsables, tanto administrativa como penalmente, pero además eliminando los incentivos perversos como señalamos en el punto anterior, y estableciendo controles internos que sean imparciales, accesibles, expeditos y creíbles para quienes quieran denunciar dentro y fuera de la corporación, y controles ciudadanos de rendición de cuentas y transparencia. El uso de la tecnología puede ser útil para estos controles, como la portación obligatoria de cámaras para que, ante acusaciones de violaciones a derechos humanos, recaiga la carga de la prueba en la autoridad para la protección de policías y ciudadanía. Con impunidad y sin controles de la ciudadanía y de la autoridad (que deben penetrar todas las áreas del gobierno), las condiciones para la corrupción permanecen.

El tercer esfuerzo necesario es el desmantelamiento de las redes criminales de manera planificada y deliberada. Esto necesita un compromiso de Estado y de acciones legales y de política pública que nunca hemos intentado. Más eficaz que el enfrentamiento armado en las calles es la inteligencia criminal enfocada a deshacer redes delincuenciales con el fin de liberar territorios. Esto se hace procesando penalmente a quienes sostienen financieramente, luego a los que solapan políticamente, y finalmente a los responsables de sembrar el terror. Los cárteles o grupos criminales operan de manera parasitaria, necesitan forzosamente de autoridades que cierran los ojos (o que colaboran activamente con ellos) y de empresas que lavan su dinero.

Es interesante lo que actualmente está haciendo el jefe de la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaria de Hacienda, Santiago Nieto, identificando redes de corrupción y congelando cuentas bancarias de grandes empresarios y funcionarios de la administración pasada. Sería importante que se hiciera lo mismo con las redes criminales de los cárteles que también se sirven de las mismas o similares redes de corrupción.

Este desmantelamiento necesita enfocarse en los más altos responsables para deshacer las alianzas de silencio por coacción o complicidad descendiendo en la cadena de mando; necesita también de una ley de colaboración eficaz con la que poder negociar beneficios penales a cambio de información que permita desarticular las redes criminales y atrapar a los peces gordos; y necesita de programas eficaces de protección a testigos, para que sin riesgos puedan aportar información sobre las víctimas y los victimarios. Sacar a la luz la verdad, rompiendo las cadenas del silencio y la complicidad permitirá no sólo procesar a los responsables, también generará condiciones para conocer el paradero de las personas desaparecidas y que crímenes tan atroces no vuelvan a pasar.

El enfoque en el desmantelamiento de redes criminales es fundamental. Una perspectiva de Estado necesita superar la tentación de limitarse a resolver casos paradigmáticos para enfocarse en cambio, en el fenómeno delincuencial que sigue produciendo tantas víctimas. Resolver los casos de Odebrecht, Ayotzinapa y la Gran Estafa, como señaló el Fiscal General Gertz Manero en su informe de 100 días, traerá sin duda una gran popularidad, pero no será suficiente si lo que se busca es acabar con la violencia y que no vuelva a repetirse.

Finalmente, un enfoque de Estado deberá también ser humilde y realista. Dado el grado de deterioro de las instituciones de procuración de justicia, con índices de impunidad casi absoluta y el rezago que ahoga a las 34 procuradurías (o fiscalías) del país, un plan de esta envergadura necesitará del apoyo de un Mecanismo Internacional Contra la Impunidad en México con expertos internacionales independientes e interdisciplinarios para que, con el auspicio de Naciones Unidas, colabore de manera extraordinaria para superar la crisis institucional y de violencia.

Transformar el país en materia de justicia y paz significa acabar con la violencia y recuperar el Estado de derecho. Esto sucederá si un solo plan se enfoca en eliminar estos tres obstáculos. No funcionará si se hace de manera desarticulada o parcial, porque los tres se condicionan entre sí. Esta es, desde mi perspectiva, la medida para evaluar la política del nuevo gobierno para recuperar la seguridad, si se espera acabar a fondo con la violencia que ha caracterizado a México en los últimos años.

Publicado en AristeguiOnLine el 1 de junio de 2019.

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