Celebración bicentenaria de la rebeldía

Mi amigo Bernardo me hacía notar que el festejo por la Independencia y la Revolución mexicanas estaba adelantado 11 años. Tiene razón, la consumación de la Independencia se ha fijado por los historiadores con la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, el 27 de septiembre de 1821, y la de la Revolución, aunque sin un consenso (Adolfo Gilly nos habla de “La Revolución Interrumpida”), entrada la década de los años 20 del siglo pasado.

Con todo, encuentro razones para conmemorar esta fechas. La rebeldía contra la opresión y la tiranía, y el deseo ferviente y decidido por la libertad y la emancipación. Ninguno de quienes se embarcaron en las luchas tuvo nunca la certeza de conseguir lo que buscaba, de lo contrario no habría ningún mérito en ello. Antes que juzgar los resultados habría que analizar las razones que legitiman una causa.

En ambos acontecimientos se subraya la búsqueda de la libertad, entendida como la supresión de la esclavitud, de la tortura y de la indigencia (garantías sociales incluyendo la tierra y contra la alta recaudación). No sin descalabros, fuimos descubriendo que el mejor modelo que garantizaba tales ideales, era el de la República Constitucional.

El primero en desarrollar estas ideas en lo que ahora es nuestro país, fue José María Morelos y Pavón. Inspirado por la Revolución Francesa de 1789, creía en la necesidad de obedecer cuatro principios básicos que se convirtieron pronto en los cuatro pilares del constitucionalismo: El carácter inalienable de derechos básicos, la legitimidad de la autoridad descansada sobre el consenso de la población, la protección de derechos como primer deber de la autoridad y el derecho a la resistencia. Este último sirvió como justificación y razón para instaurar un régimen de gobierno que cumpliera con los primeros tres. Locke entre otros, afirmaba que el pueblo podía legítimamente resistir y finalmente derrocar al gobierno de turno en caso de que no fuera consecuente con el respeto de aquello derechos básicos.

Roberto Gargarella observa que en aquellos movimientos se consideraba que el orden legal no era merecedor de respeto cuando sus normas infligían ofensas severas sobre la población y cuando no eran el resultado de un proceso en el que dicha comunidad estuviera involucrada de modo significativo. Cuando estas dos condiciones estaban presentes, el derecho a la resistencia estaba justificado. (Gargarella, El derecho a resistir el derecho, Miñó y Dávila, 2005). En nuestra Constitución persiste una reminiscencia del derecho a la resistencia en el artículo 39, que señala que “(e)l pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”, y en la Declaración Universal de Derechos Humanos siguiendo la tradición, se reconoce “esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión; (…)”.

En las democracias constitucionales actuales, pareciera que el derecho a la resistencia hubiera perdido carta de naturalización, que la modernidad que devino después de las guerras mundiales, la creación de órganos internacionales como la ONU que se fundaran en el reconocimiento de los derechos inalienables de las personas, que las elecciones periódicas más o menos difundidas a lo largo y ancho del globo generaran la idea de que garantizaba el control y la voluntad popular, la hubieran cancelado. Sin embargo, la miseria y el temor, lejos de desaparecer, persisten y se profundizan, incluso en regímenes democráticos.

A casi dos siglos de independencia, aún no hemos podido consolidar nuestro régimen democrático en México, y en esto guardamos similitudes con muchos otros países latinoamericanos. La razón ha sido que no nos hemos permitido una participación horizontal, hemos ido saltando de oligarquías en oligarquías, dejando a unos pocos decidir por la mayoría.

La llamada transición en el poder en el año 2000, después de un régimen oligarca de 70 años del PRI ha devenido en una nueva oligarquía con características de partidocracia que en ningún sentido han significado un avance mínimamente significativo en mejorar las condiciones democráticas de la sociedad. Si medimos esta llamada transición bajo los indicadores de Charles Tilly (Los movimientos sociales como agrupaciones históricamente específicas de actuaciones políticas. 1995), los derechos y obligaciones no se han ampliado a una proporción mayor de las personas bajo la jurisdicción del Estado, no se distribuyen cada vez con mayor igualdad entre los ciudadanos; no es consultada de manera obligatoria la ciudadanía, con respecto al personal y a las políticas del Estado; y no se ha ofrecido a los ciudadanos, incluidos los miembros de grupos minoritarios, una mayor protección contra acciones arbitrarias por parte de los agentes del Estado. Por el contrario, vemos una crítica y peligrosa tendencia al retroceso.

El déficit democrático en México ha llegado al grado de generar las dos condiciones que históricamente se han conjugado para el surgimiento del derecho a la resistencia: las normas del orden legal infligen ofensas severas sobre la población y no son resultado de un proceso en el que dicha comunidad esté involucrada de modo significativo. No es de extrañar entonces, que existan en México movimientos de resistencia que consideren que el orden legal no es merecedor de respeto y la resistencia a la autoridad esté justificada.

La resistencia como la protesta son indicadores de una anomalía democrática frente a la que las víctimas reaccionan. La respuesta correcta del Estado, democráticamente hablando, es entenderla y atenderla; en términos de Thomas Jefferson “darle la bienvenida, para mantener al gobierno dentro de sus límites (evitar su degeneración) y a la ciudadanía implicada en los asuntos públicos”. Sin embargo no es así, la respuesta ha sido reprimirla.

Frente a una expresión violenta de la resistencia y a la violencia como respuesta del Estado, poco puede decirse de condiciones de democracia. Sin embargo, una razón de esperanza la constituye una fuerte expresión de la resistencia como un movimiento democratizador, que a pesar de la represión del Estado y de la propuesta armada de la resistencia, puede permitir cauces hacia mejores condiciones de igualdad y libertad. Las experiencias indígenas de autonomías de facto, en búsqueda de proteger los derechos que les han sido negados por el Estado, genera prácticas democráticas que son dignas de observar, aprender y apoyar.

Los movimientos de resistencia democratizadores, constituyen un doble desafió al Estado, no sólo rechazan el orden legal existente sino que se proponen hacer uno mejor. El movimiento de resistencia indígena en México ha entendido que su lucha no es por derechos específicos, dado que existe una conciencia de pertenencia a la nación y han comprendido que su suerte como pueblos está ligada a la del resto del país.

En palabras del EZLN, quien ha sido la expresión inspiradora del movimiento de resistencia indígena, en su VI Declaración de La Selva Lacandona, “Vamos a buscar, desde La Realidad hasta Tijuana, a quien quiera organizarse, luchar, construir acaso la última esperanza de que esta Nación, que lleva andando al menos desde el tiempo en que un águila se posó sobre un nopal para devorar una serpiente, no muera. Vamos por democracia, libertad y justicia para quienes nos son negadas. Vamos con otra política, por un programa de izquierda y por una nueva Constitución.»

En esta hora de temor y miseria, de violencia irracional promovida por el gobierno en turno, de ataques al sindicalismo y a los derechos de los trabajadores, de despojo de las tierras indígenas por el insaciable lucro de empresas sin escrúpulos, de la criminalización de la protesta y persecución de defensores y luchadores sociales, no es independencia ni revolución lo que celebramos sino la rebeldía de quienes generosa y solidariamente luchan, sueñan y construyen la libertad y emancipación para los hijos que vendrán, aún cuando no sepamos si lo conseguiremos.

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La Policía Comunitaria o de como se acabó la violencia de los narcos y del Estado en la Montaña y Costa Chica de Guerrero.

¡Alto a la guerra, no más muertos!

Podría ponerme solemne y decir que la masacre de San Fernando es reprobable pero ya no sirve. La realidad es hoy un show, un reality show para todo tipo de audiencias, los que con un cinismo sobrecogedor afirman que “es la muestra de que vamos ganando la guerra”;  los que ríen diciendo “podemos más”; los que dicen “¡venganza!, ¡castigo!”; los que lamentan las muertes y envían condolencias a los familiares; los que señalan las violaciones a los derechos humanos y se indignan por el proceder gubernamental. No hacen más que consumir de la misma cadena de comida rápida, “reaccione rápido, como quiera, no lo piense, consuma” el mismo producto y al mismo ritmo hasta que aparezca el nuevo lanzamiento que le prometerá más de lo mismo, “lo que usted espera pero mejorado”. Vivimos al ritmo del show de las conciencias y repetimos nuestro patrón en cada nuevo evento.

Eventos como el de San Fernando no son más que el extremo de una cadena de acontecimientos, la cola de un remolino pronto superado por un evento más ultrajante, en un proceso de normalización de la violencia que nos distorsiona, si no es que nos despoja, de nosotros mismos. Más pena damos los vivos que los muertos.

No diré más. Ve este video (si tienes tiempo) mientras piensas en San Fernando. Pregúntate qué papel juegas en él. Aléjate de falsos heroísmos que en nada ayudan más que en limpiar la conciencia para pasar la página. Acuérdate de la masacre de Creel y luego en Acteal, y las más que recuerdes. Finalmente pregúntate, ¿a dónde vamos, qué hemos hecho, en qué realidad quiero vivir (o vivo) y qué implicaciones tiene decir (si lo he dicho) “alto a la guerra, no más muertos”?

¿Actúan las fuerzas armadas como verdugo? Delitos internacionales en la guerra contra el narcotráfico de Calderón.

 Foto Víctor Camacho
Víctor Camacho / La Jornada

“No somos verdugos ni nos dedicamos a ultimar gente”, dijo el General Guillermo Moreno Serrano Comandante de la Cuarta Región Militar ubicada en Nuevo León, refiriéndose al Ejército Mexicano, en respuesta a la CNDH por la recomendación 45/2010 sobre los jóvenes asesinados del Tecnológico de Monterrey, según constata La Jornada en su edición del pasado domingo.

Resulta difícil creerle al General cuando a estas alturas del sexenio calderonista son alrededor de 29,000 los ejecutados en la guerra contra el narco. No sabemos cuántos de ellos lo han sido por manos de las fuerzas armadas pero dos casos de resonancia nacional nos dan una idea de cómo sí actúan como verdugos, me refiero a las ejecuciones de Arturo Beltrán Leyva en Cuernavaca (16 de diciembre de 2009) y de Ignacio Coronel Villareal en Guadalajara (29 de julio de 2010), ambos presuntas cabezas del narcotráfico en México.

No me refiero sólo al hecho de que en el primero caso el enfrentamiento de 100 marinos contra apenas poco más de cinco hombres armados, y en el segundo de 200 militares contra dos presuntos delincuentes, hagan difícil creer la necesidad de ultimarlos en lugar de someterlos y detenerlos, como bien observa John Ackerman en su columna del 9 de agosto pasado; la mejor evidencia de la intención de las fuerzas armadas por ejecutar, es la portación y uso de balas expansivas. De acuerdo a notas de prensa, “varias balas expansivas le perforaron el tórax, el abdomen y la cabeza” a Beltrán Leyva, una más fue utilizada contra uno de sus escoltas en el mismo ataque, y dos fueron encontradas, según peritajes de la SIEDO, en el cuerpo de Ignacio Coronel.

El uso de balas expansivas se prohibió por primera vez por la Convención de Paz de La Haya de 1899. Posteriormente, esta prohibición fue retomada en el artículo 35 del Protocolo I de los Convenios de Ginebra, sobre conflictos armados internacionales: “2. Queda prohibido el empleo de armas, proyectiles, materias y métodos de hacer la guerra de tal índole que causen males superfluos o sufrimientos innecesarios.” La razón de esta disposición tiene su fuente en el preámbulo de la Declaración de San Petersburgo de 1868, en el que se establecía que “el único objetivo legítimo de la guerra es debilitar las fuerzas militares del enemigo” y que por tanto, “en la guerra es suficiente con poner fuera de combate al mayor número posible de hombres”, no liquidarlos.

No sobra repetir que la guerra de Calderón en contra del narcotráfico es ilegal, dado que para declararla se necesitan cubrir los requisitos establecidos en el Artículo 29 constitucional e informar de dicha situación al menos a los Estados Americanos y establecer las medidas de protección de los derechos de las personas,  como lo establece el Artículo 27 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Aun cuando estuviéramos en una situación de guerra o de peligro público que amenazara al Estado (recordemos que vivimos una situación de violencia creada por el propio gobierno federal, ver “A war on drugs?” de Luis Hernández Navarro), “agravar inútilmente los sufrimientos de quienes han sido puestos fuera de combate o hacer su muerte inevitable”, es hoy una norma considerada de derecho internacional consuetudinario, y aplica como delito de guerra de los Estados, aunque no sean parte de los Convenios que explícitamente lo prohíben.

Si esto es así en los supuestos de guerra internacional o interna, con mayor razón es aplicable a los supuestos donde se presumen condiciones de paz y un Estado de Derecho. Si en la guerra el objetivo legítimo es debilitar a las fuerzas armadas del enemigo, en tiempos de paz el objetivo legítimo de los funcionarios de hacer cumplir la ley (la policía o quién cumpla este papel, así sea el Ejército o la Armada) es proteger el derecho a la vida, la libertad y la seguridad de las personas.

Los Principios Básicos sobre el Empleo de la Fuerza y de Armas de Fuego por los Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley de la ONU, establecen que (Artículo 4)“(l)os funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, en el desempeño de sus funciones, utilizarán en la medida de lo posible medios no violentos antes de recurrir al empleo de la fuerza y de armas de fuego (…). (Artículo 5) Cuando el empleo de las armas de fuego sea inevitable, los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley: a) Ejercerán moderación y actuarán en proporción a la gravedad del delito y al objetivo legítimo que se persiga; b) Reducirán al mínimo los daños y lesiones y respetarán y protegerán la vida humana; (…)”. El uso de balas expansivas es, como se evidencia, contrario a este propósito.

No es difícil suponer que los grupos de narcotraficantes utilicen los mismos métodos prohibidos pero no podemos considerar que la responsabilidad sea la misma porque sería tanto como elevarlos a la calidad de autoridades. Por el contrario, el uso de esos métodos deslegitima a las fuerzas armadas y las degrada a la calidad de delincuentes. Para estos existe el derecho penal, no las ejecuciones extrajudiciales.

No sabemos en qué otros casos las fuerzas armadas habrían utilizado balas expansivas u otros materiales prohibidos en su guerra contra el narcotráfico. Lo que se evidencia en los casos de Arturo Beltrán Leyva e Ignacio Coronel, es que el Ejército y la Marina, si es verdad que utilizan balas expansivas, actúan como verdugos, violando los principios básicos sobre el empleo de la fuerza y armas de fuego, y más aún, incurriendo en delitos de guerra condenados por el derecho internacional humanitario.

El Ejército y la Marina estarían lejos de cumplir con los objetivos legítimos de la guerra y mucho más lejos de los objetivos de hacer cumplir la ley, razón por la cual no deben suplir la acción policiaca. Mientras eso se cumple, al menos deben abstenerse de utilizar armas prohibidas y recordar que las ejecuciones extrajudiciales están proscritas.

Es difícil esperar que el fuero de guerra juzgue a las propias fuerzas armadas por contravenir el derecho internacional pero una denuncia ante el Sistema Interamericano sería posible por cualquier persona, dado el carácter de derechos objetivos que tienen los derechos humanos en ese ámbito. Sería un servicio a la democracia y al Estado de Derecho en México que algún organismo de derechos humanos lo hiciera.

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La lógica de la guerra contra el narco:

Razones morales para el aborto legal

Por el derecho a decidir
Logo del movimiento por el derecho a decidir

Muchos argumentos se han puesto ya sobre la mesa en contra de la penalización del aborto, razones científicas, legales y políticas entre las principales. Yo quiero referirme a las razones morales para despenalizar el aborto, más aún, para asegurar que su práctica sea segura y por supuesto, legal. Lo hago fundamentalmente por una preocupación surgida a partir de leer muchos de los argumentos sobre la penalización del aborto, que rechazan vincular preceptos morales a los jurídicos, razonamiento que puede ser contrario a la protección de los derechos que se pretenden defender.

No existe precepto jurídico real que no esté influido por preceptos de tipo moral, simplemente por que la labor legislativa se enmarca en la esfera de lo político. El legislador creará leyes regido siempre por sus intereses y valores; la producción del derecho no es una ciencia pura, dado que se encuentra en el seno de un contexto histórico determinado (con perdón de los juristas kelsenianos, aunque lo dicho no implica que al derecho existente no se le pueda aplicar un análisis desde la propuesta teórica del derecho de Kelsen). Esos intereses y valores que rigen al legislador a la hora de crear leyes, deben ser sometidos a los intereses y valores de la ciudadanía, un interés colectivo y común, que le da su rasgo particular a la democracia, que hemos escogido como forma de gobierno.

La democracia tiene su fundamento en el reconocimiento de la dignidad de la persona, cuyos derechos, derivados de esa dignidad, son (o deberían ser) criterios de validez de todo el sistema jurídico, es decir, valores éticos que constituyen la moral de la ley. La igualdad política (una persona un voto), la igualdad jurídica (la balanza de la justicia) y yo agrego, la igualdad sustantiva (todos los derechos para todas y todos), tienen como fundamento ético la dignidad reconocida, de manera histórica, primero a los hombres propietarios, luego a los hombres blancos, y finalmente a los hombres y mujeres sin ninguna distinción, incluyendo, por supuesto, la no distinción por su condición sexual.

Reconocer que la persona tiene dignidad es aceptar que es un ser de fines, que existe (independientemente de la explicación teológica o científica) para ser libre, decidir su proyecto de vida y autodeterminarse, en otras palabras, la dignidad de la persona implica reconocernos como seres autónomos con la única restricción de no afectar la libertad y autonomía de los demás, dado el reconocimiento de la dignidad común a todas las personas.

Consecuentemente, ser libres y autónomos no puede excluir la determinación personal y exclusiva sobre nuestro cuerpo, esta es nuestra primera trinchera de autonomía; como seres de fines tenemos derecho a decidir sobre nuestra vida, incluyendo nuestro cuerpo, y a alcanzar libremente nuestros propios fines, incluyendo la maternidad. Ninguna persona puede ser considerada como medio, sin atacar su dignidad, tampoco como medio para la procreación. La libertad en un régimen democrático, es un valor público que tiene que ser protegido, garantizado y promovido, incluyendo la libertad de decidir sobre nuestro cuerpo.

Ahora bien, la vida también es un valor público derivado de nuestra condición de seres libres e iguales en dignidad y derechos. La vida es la condición primera de nuestra libertad y autonomía. Nos preocupa por ello que las mujeres no la arriesguen practicándose abortos clandestinos e inseguros, de la misma forma que estamos en contra de los feminicidios, los asesinatos y masacres o incluso el aborto. La vida es un valor tan importante como la libertad que le da sentido y la cualifica, la dignifica. Nadie desde la ética de la dignidad de la persona, está a favor del aborto como no lo está a favor de la maternidad obligada. Estamos entonces ante la confrontación de dos derechos igualmente valiosos, que deben ser protegidos sin que uno de ellos sea anulado o estaremos violando el principio de la dignidad de la persona.

De la misma manera que las personas no existen solas como entidades abstractas o de manera ideal, los derechos tampoco existen de manera absoluta y aislada. Bajo el reconocimiento de la dignidad igual de todas las personas, los derechos tienen límites que tienen que ser regulados por el Estado. Esos límites deben establecerse en base a la razón (y no al dogma) para garantizar la convivencia democrática, es decir, demostrando razonablemente que están encaminados a otorgar la máxima garantía posible para el respeto y protección de los derechos de las partes confrontadas. Lograr ese equilibrio es el arte del gobierno democrático.  Así, el aborto legal es una decisión política que responde al reconocimiento moral de la dignidad de la mujer y de la convivencia democrática, estableciéndose como el límite para la vigencia y convivencia de dos derechos igualmente valiosos pero enfrentados. No regular el aborto con criterios razonables, genera arbitrariedad, abuso, discriminación y vulnerabilidad.

La moral y el derecho no son excluyentes, argumentar lo contrario es pretender la arbitrariedad y el fraude legal. En democracia, el derecho debe ser la garantía y concreción de una ética pública basada en el reconocimiento de la igualdad en dignidad y derechos de todas las personas, los derechos y libertades como normas superiores de validez de la ley. Los vínculos entre democracia, reconocimiento de derechos y estado de derecho (sometimiento de los poderes), son indisolubles, son tres elementos que viven en simbiosis o no viven. Las entidades públicas y privadas deberíamos someternos a esa ética pública independientemente de nuestra religiosidad, y tomar en serio la democracia, con el único fin de lograr la paz.

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