¿La guerra de Calderón es compatible con la democracia? II

Foto Noé Pineda
Foto Noé Pineda

El precio a dos años de que “no lleguen las drogas a tus hijos” y “dar seguridad en las calles”, dijimos, ha sido de más de 10 mil muertos, al menos 610 de ellos niños de entre 2 meses y 16 años de edad, y 3,700 huérfanos de guerra contra el narcotráfico; tortura y malos tratos, detenciones arbitrarias y cateos ilegales, desapariciones forzadas y violación sexual, por parte de militares y policías. La guerra por la que ha optado el gobierno federal, pretendería evitar el consumo de droga, penalizándolo, y reducir la oferta de droga a través de la militarización, el armamentismo, la impunidad y el debilitamiento del estado de derecho.

Las consecuencias de esta guerra hablan por sí solas del despropósito del gobierno actual pero su irracionalidad en realidad radica en la lógica que está detrás de esta política desde hace varios sexenios.

Pensemos en el drama que significa para una familia que uno de sus miembros padezca de narco dependencia, la inestabilidad emocional y económica, la perdida de armonía y la carencia de seguridad sobre el futuro, y si se le suma la angustia de la persecución policiaca y la cárcel, resulta entonces que esa familia y particularmente quien sufre la dependencia, cuentan con muy pocas opciones para salir de esa situación, por el contrario, las perspectivas de solución se vuelven más lejanas. El consumo de droga es desde el punto de vista de quien la padece, un asunto de salud y no uno penal.

Ahora, se ha insistido que el fenómeno del narcotráfico no radica en la oferta sino en el consumo, y en esto existe razón, dado que el poderío económico de los narcotraficantes depende únicamente de los consumidores de droga. Si se ataca al oferente, en este caso a los cárteles de droga, por medio de las armas, resultará lógico que utilizarán ese poder financiero para adquirir más y mejores armas para defenderse. En esto consiste la espiral de violencia que ha sido fomentada por el gobierno actual. Si antes existía el narcotráfico, ahora existe con una faceta sumamente violenta que efectivamente atenta contra la seguridad nacional pero gracias al fomento de la violencia del propio gobierno federal.

Hemos dicho que en democracia, el único fin de las instituciones públicas, incluyendo las leyes, es procurar los derechos de los ciudadanos. La democracia es una forma de gobierno consecuente con los derechos humanos porque coinciden en poner a la persona como un ser de fines. Es la sujeción a ese propósito, prescrito en la Constitución, a lo que se le llama principio de legalidad, y al andamiaje institucional que lo hace posible, estado de derecho.

La democracia le da a la norma un carácter ético-político fundado en la libertad e igualdad de la persona para el ejercicio pleno de su autonomía individual. La autonomía es a la persona lo que la soberanía es al pueblo. La autonomía individual es capacidad de autocontenerse, es decir, de darse a si mismo un espacio en el mundo, regularse y crear para sí un proyecto de vida, es, en suma, libre albedrío. La autonomía es el atributo moral por excelencia porque es en su respeto que se reconoce la dignidad de la persona y es por ello un derecho que nadie tenga injerencia en ella. Sin el respeto a la autonomía, como a la soberanía, no es posible la paz.

Ahora bien, si el Estado es responsable (e insistiré que es su única función) de generar condiciones de posibilidad para el desarrollo máximo de la autonomía personal (que no es otra cosa que la vigencia de los derechos humanos), y respetar, proteger y garantizar el libre albedrío, luego entonces criminalizar el consumo de droga es atentar contra el principio de la autonomía personal.

Una política antidroga consecuente con un Estado democrático, debería considerar programas y acciones que fortalezcan la autonomía, para que la persona que sufre de dependencia sea sujeto y desarrolle su capacidad de agencia teniendo más y mejores oportunidades y opciones para elegir. Si los millones de pesos del presupuesto que se destinan al Ejército y la Policía Federal en su tarea antidroga y los millones de dólares de la iniciativa Mérida para la compra nunca suficiente de armas, se destinaran a ofrecer servicios de salud y atención a narcodependientes, en menos tiempo se abatiría el consumo y con ello el poder corruptor de los cárteles de la droga. Si el tráfico de droga dejara de considerarse un asunto penal para atenderse como un asunto de salud pública, como realmente es, ganaríamos con una reducción drástica de la violencia.

No escapa a mi atención que existen intereses inconfesables en esta guerra y en el narcotráfico mismo, que escapan al propósito que pregonan los gobernantes como son la gran rentabilidad de un negocio transnacional, quizá el más importante en la actualidad, la corrupción y la infiltración de estas redes en el gobierno, pero sobretodo que terminemos creyendo que esta es la única forma posible de la democracia. Si queremos dar pasos hacia condiciones de mayor libertad e igualdad, resulta necesario desmantelar los argumentos con los que nos quieren vender una falsa democracia y una guerra ilegal e ilegítima.

¿La guerra de Calderón es compatible con la democracia? I

El uso de las fuerzas armadas por razones de “seguridad interna” ha sido permanente en la historia del país. La lógica del Ejército Mexicano no es la de combatir a enemigos externos en defensa de la nación, sino de mantener el control frente a amenazas internas. Así, el Ejército mexicano ha tenido una labor destacada en la persecución de la disidencia política, que en la época moderna militar puede ser que marque sus inicios en el ataque al Cuartel de Madera, Chihuahua (1965), pasando por la masacre de Tlatelolco (1968) y que derivó en la llamada Guerra Sucia de los años 70s, época en la que se produjeron los peores crímenes de lesa humanidad, con cientos de ejecutados y desaparecidos. En lo que podría considerarse una nueva fase en las actividades del Ejército Mexicano, durante el sexenio de Miguel de La Madrid (1982-1988), los militares comenzaron a participar en la lucha contra el narcotráfico, elevándolo a un asunto de seguridad nacional.

A raíz del levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994, los militares reiniciaron su actividad de persecución del “enemigo interno”. Las regiones indígenas del país se militarizaron hasta la fecha, no sólo en Chiapas, aunque por años éste fue el principal foco de atención de los medios debido a una descarada persecución contrainsurgente, que tuvo cientos de víctimas combatientes pero sobretodo civiles. El presidente Zedillo (1994-2000) frente a su débil legitimidad política, a través del establecimiento, a finales de 1995, de la Coordinación Nacional del Sistema de Seguridad Pública, le dio carta de naturalización al Ejército para participar en materia de seguridad pública, en una deliberada confusión con la seguridad nacional. Durante los 70 años del PRI, el Ejército fue clave para el mantenimiento del régimen revolucionario contra la disidencia popular.

El bono democrático de Vicente Fox, presidente surgido del PAN, provocó que los reflectores a los abusos cometidos por el Ejército se desviaran, sin que éste abandonara ni sus funciones ni sus posiciones, por el contrario, se le agregó la función de control migratorio en la frontera sur en lo que se conoce como “sellamiento de la frontera”, particularmente en Chiapas, y continuó sus acciones contrainsurgentes en las regiones indígenas del sur del país, notoriamente en Guerrero y Oaxaca. La acción del Ejército en al vida pública del país es uno de los rasgos de la transición fallida.

El fuerte cuestionamiento a la legitimidad del presidente Felipe Calderón, hizo del Ejército nuevamente su principal fuerza, decretando una “guerra contra el narcotráfico” que no ha sido retórica. Según un recuento del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Prodh) presentado en mayo pasado, entre enero de 2007 y noviembre de 2008 se publicaron en los medios 101 casos de abusos militares en contra de civiles, entre ejecuciones, tortura y malos tratos, detenciones arbitrarias y cateos ilegales.

Human Rights Watch (HRW) por su lado, documentó abusos militares en el mismo período, que incluyen una desaparición forzada, la violación sexual de mujeres indígenas durante operativos de lucha contra la insurgencia y el narcotráfico en el sur de México, la tortura y detención arbitraria de ambientalistas durante operaciones contra el narcotráfico, y varios casos de tortura, violación sexual, asesinatos y detenciones arbitrarias de decenas de personas cometidos durante operativos de seguridad pública llevados a cabo en varios estados de la República. Resaltan en su informe que “muchas de las víctimas en los casos documentados no tenían ningún vínculo con el tráfico de drogas ni con grupos insurgentes”.

Tanto HRW como el Centro Prodh resaltan un elemento más de esta guerra, la impunidad que genera el fuero militar frente a las violaciones a derechos humanos, y se pronuncian, como lo han hecho muchos otras organizaciones civiles, por la eliminación de este fuero, sustentado en el código penal militar.

Las víctimas en esta guerra, sin embargo, no son sólo a quienes se les viola sus derechos individuales. El derecho a la paz es un bien público que deber ser respetado, protegido y garantizado en un régimen democrático, lo cual significa no sólo que los abusos militares sean castigados, ni que sólo se eviten las violaciones a los civiles, sino que la guerra misma sea proscrita.

En democracia las instituciones existen para dirimir conflictos y proteger derechos, esta es su principal virtud. La guerra siempre es el último recurso frente a la falta de esas instituciones y la capacidad política de generar acuerdos. Para evitar la guerra es que se inventó la democracia. Optar por la guerra, como lo hace el gobierno de Calderón, no sólo ha significado atacar el fuego con gasolina, promoviendo una espiral imparable de violencia, significa sobretodo rechazar la democracia como forma de convivencia. Cuando es el Estado el que suprime los derechos, así se justifique por los más nobles propósitos, no se le puede denominar democrático sino tirano.

La política de Calderón consiste en crear inseguridad y violencia para generar control a través de la militarización acompañada de la creación y reforma de leyes que atentan contra los derechos humanos. Una política que cuenta con la anuencia de la clase política representada en los tres principales partidos políticos y el apoyo decidido de los Estados Unidos.

A dos años de la gestión de Felipe Calderón, se superaron las 10,000 ejecuciones, dos mil más que todo el sexenio anterior y más que el total de bajas estadounidenses en Irak, a la misma fecha. Felipe Calderón justifica la militarización para “dar seguridad en las calles”, nada más lejos de ese propósito; y su guerra, “para que no lleguen las drogas a tus hijos” mientras que informes del Ejército señalan que de diciembre de 2006 a mayo de 2009, han muerto 610 niños menores de 16 años a causa de esta guerra y 3,700 quedaron huérfanos al ser ejecutados sus padres, vaya forma de lograr sus objetivos.

Mexico’s Drug War, Narco News

La condena a Fujimori, enseñanzas.

El ojo que llora, en homenaje a las víctimas
El ojo que llora, en homenaje a las víctimas

El pasado martes 7 de abril fue sentenciado a 25 años de prisión, el ex presidente peruano Alberto Fujimori, acusado de secuestro y asesinato por los llamados casos Barrios Altos y La Cantuta, hechos cometidos en el contexto de guerra contrainsurgente contra Sendero Luminoso.

Esta condena, a pesar de que aún puede ir a revisión por un tribunal superior, tiene una importancia superlativa, constituye efectivamente un hecho inédito en nuestro continente con respecto al tratamiento de crímenes contra la humanidad, que no puede pasarse por alto.

Primero porque esta sentencia rompe el paradigma de que los delitos de lesa humanidad no se cometen en democracia. Hasta ahora, sólo se ha podido juzgar a altos mandos políticos surgidos de las dictaduras militares como las de Chile, Argentina y Guatemala. El juicio a Fujimori demuestra por un lado que llegar al poder por medio de elecciones no garantiza que no se cometan estos crímenes, y por otro, que la democracia es algo más que elecciones.

Segundo porque el juicio fue realizado por el poder judicial peruano cuando por lo general estos casos han tenido que ser llevados a tribunales extranjeros, bajo el principio de jurisdicción universal, para que tengan algún efecto. Sin duda con este fallo, la democracia en Perú se ve fortalecida en el contexto latinoamericano.

Tercero porque se pudo arribar hasta este punto a pesar de las condiciones políticas del país. Perú es un Estado que al igual que México, no ha pasado aún por un proceso de transición a la democracia a partir de una renovación en la clase política, agobiado por la corrupción, la miseria de muchos y la inequidad, ni siquiera puede considerarse que tenga un gobierno de izquierda, no tiene ninguna semejanza ni relación con los procesos políticos de corte social por los que atraviesa Ecuador, Bolivia o Venezuela, o de democracia social moderada como los de Brasil, Argentina o Chile; a lo mucho, con Alan García, tiene un gobierno de izquierda simulada como la que representó el PRI en México, en los años 70s y mediados de los 80s, y una oposición de derecha vigorosa, que sigue apoyando a Fujimori, particularmente en la defensa de su política genocida durante su mandato.

Ataque al Ojo que llora en 2007
Ataque al Ojo que llora en 2007

Lo que hizo posible entonces, que se llegara hasta este punto fue el empuje de la sociedad civil en Perú, que más allá de los 16 meses que duro el juicio, estuvo tenazmente trabajando durante años, por la justicia y la memoria histórica de los crímenes cometidos bajo la dictadura «democrática» de Fujimori y anteriores, movilizando recursos y apoyos tanto en el ámbito local como internacional, haciendo funcionar la enmohecida maquinaria institucional.

La documentación de casos, su difusión y litigio frente al Sistema Interamericano de Derechos Humanos, devino en la creación de la Comisión por la Verdad y la Reconciliación, integrada por personas de la misma sociedad civil, con capacidad probada y particularmente, independientes de poderes y partidos políticos. Ésta, recabó información y documentó cientos de casos de ejecuciones y desapariciones tanto por el ejército peruano como por la guerrilla. Si bien esta Comisión no tuvo nunca un mandato para iniciar procesos judiciales, su papel en mantener viva la memoria, nombrar a las víctimas y condenar moralmente los hechos, permitió cimbrar la conciencia del país, dando lugar a las condiciones, primero sociales y después políticas que arribaron a esta sentencia, un logro que no podrá echar atrás una disminución a la condena de este criminal.

El caso Fujimori debe alimentar nuestra esperanza pero también debemos aprender sus lecciones. Una primera es que el poder judicial en México, particularmente la Suprema Corte de Justicia, debería voltear a ver a Perú; segundo, que Echeverría no cante victoria y que Zedillo ponga sus barbas a remojar; pero sobretodo, la sociedad civil mexicana debemos aprender de la de Perú, en el papel que ha jugado para democratizar las estructuras de su país. Harán falta muchas cosas por hacer en aquel proceso pero sin duda, ésta es una de ellas.

Con cariño y admiración a la Asociación Pro Derechos Humanos (APRODEH), a la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos de Perú y a todos sus miembros.

 Condena a 25 años de prisión de ex presidente Alberto Fujimori