Tenemos una crisis de democracia

Tenemos una crisis de derechos humanos pero si hemos de ser precisos en el diagnóstico y certeros en el remedio, lo que tenemos es una crisis de democracia que nos ha llevado al hartazgo y que nos está cobrando la factura con graves violaciones a los derechos humanos. Cualquier solución para los derechos humanos en el México contemporáneo, deberá pasar por la lucha por la democracia y por la libertad en todo espacio que podamos llenar.

2012. El fin del mundo como lo conocemos.

Se termina el 2011 y de su agonía surgen las campañas electorales como promesa de más de lo mismo. El año nos dejó la reforma en derechos humanos como parteaguas para la defensa doméstica contra el poder, sin embargo falló en la madre de todas las reformas, la política.

Los defensores de derechos humanos tendrán ahora más herramientas en el ámbito nacional para la defensa de los derechos humanos, con un papel más activo del poder judicial en el control de constitucionalidad y de convencionalidad; por primera vez a los juzgadores se les permite pensar la ley y no ser meros aplicadores mecánicos de la ley, si son eficazmente estimulados por abogados y defensores de derecho humanos.

La reforma política, sin embargo, no corrió la misma suerte y de algún modo es entendible dentro de una partidocracia que se ha acomodado a las prebendas y a la defensa de intereses particulares; una partidocracia que, instalada por sí y para sí, lejos está de darse un tiro en el pie.

Si la reforma en derechos humanos constituye una herramienta para la defensa frente al poder, la reforma política deberá serlo para modificarlo; ampliar las vías de participación ciudadana, como diría Elías Díaz, en las decisiones y en sus resultados; en la elección de los representantes pero también en su postulación como candidatos, sin la interferencia de los partidos; en el sometimiento obligatorio de éstos a la voluntad popular y en la defensa de sus intereses, comenzado con sus derechos fundamentales; en fin, en un verdadero ejercicio de soberanía popular donde el Estado no es verdugo sino mera herramienta de ella.

La reforma de derechos humanos nos permitirá encontrar mejores condiciones de protección dado el contexto pero lo que realmente necesitamos es modificarlo y para ello se hace necesaria una reforma política con ese sentido.

2012 será año electoral en México. Las campañas, los discursos y los pleitos serán los mismos de hace seis o doce años, pero en algo estarán todos los contendientes de acuerdo: que la vida nacional gire en torno al proceso electoral, marque su ritmo y su agenda, y sea la causa y el juicio final de nuestro destino en los siguientes seis años, tras los cuales, como cada elección, nuevamente preguntarnos cuál de los verdugos será más benévolo, si será mejor votar, abstenerse o anular el voto.

En la defensa de los derechos humanos se necesitará audacia pero sobretodo enfoque para fijarnos objetivos que modifiquen el contexto de desigualdad, impunidad y violencia criminal e institucional que vive el país. Tal enfoque requiere dilucidar la escisión entre Estado y sociedad civil, como ha sido señalado por Boaventura Sousa: aquel no es más el producto del “contrato social” ni el arbitro y promotor del ejercicio ciudadano, es por el contrario, un instrumento de los poderes hegemónicos del sistema-mundo (Wallerstain) que han usado su legitimidad para, en nombre de la democracia, imponer sus intereses y sus medios. De tal magnitud es el reto.

Consecuentemente, la búsqueda por ampliar la jurisdicción del Estado a los ciudadanos, vieja premisa de la promoción de los derechos humanos y la lucha democrática, no será más que la búsqueda por ampliar los tentáculos de esa hegemonía, minando los pocos resquicios de ejercicio de soberanía popular; por el contrario, nuestro enfoque como defensores de derechos humanos debe fijarse en la posibilidad de reconfigurar territorios de existencia donde la vida digna, en libertad e igualdad, sea posible. La defensa de los derechos humanos será la defensa de la intromisión del Estado y su promoción será la creación de espacios de diálogo, de deliberación y de decisión de los medios para ejercerlos, es decir, recreando la soberanía popular desde abajo o como también se le llama, la autonomía.

Ahora bien, desconocer al Estado no hace que desaparezca, por lo que de nada sirve a los movimientos por la autonomía esconder la cabeza frente a él. Se tiene que mantener la defensa jurídica y el diálogo político frente al Estado, dado que ataca desgastando a los movimientos, y encarcela y mata a sus integrantes más activos o visibles, como hemos visto en el sur del país. Más aún, desde este enfoque, el llamado “litigio estratégico” puede ser una herramienta ofensiva importante para ampliar los márgenes del proyecto político por la autonomía, aprovechando la reforma de derechos humanos y la de amparo, como ya ocurrió en el juicio de amparo del pueblo indígena de Cherán en Michoacán.

En fin, utilizar los medios tradicionales de defensa de los derechos humanos pero con la clara conciencia que nos enfrentamos ante el reto de construir territorios concretos de vida digna en libertad y equidad, es decir, contra hegemónicos. Esos territorios en el largo plazo podrían reconfigurarse nuevamente en Estados o ser algo nuevo, como sea, será un mundo distinto al que conocemos, este comenzará a desmoronarse en 2012, si queremos.

Mientras, enfoquemos el esfuerzo, no nos distraigamos con la telenovela electoral sino mantener nuestra agenda y ritmo, reconocer nuestros territorios de existencia (comunidad, colonia, fábrica, etc.) y evaluar las condiciones que favorecen o limitan una vida digna, dar lugar al diálogo incluyente a partir de reconocer las divergencias, deliberar y hacer acuerdos desde abajo y con los de abajo, dar pie a la soberanía popular, mantener a raya al Estado no dando pie a la sujeción, ni esperar que del poder vendrá el fin del poder. Son mis mejores deseos para este año que comienza.

Celebración bicentenaria de la rebeldía

Mi amigo Bernardo me hacía notar que el festejo por la Independencia y la Revolución mexicanas estaba adelantado 11 años. Tiene razón, la consumación de la Independencia se ha fijado por los historiadores con la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, el 27 de septiembre de 1821, y la de la Revolución, aunque sin un consenso (Adolfo Gilly nos habla de “La Revolución Interrumpida”), entrada la década de los años 20 del siglo pasado.

Con todo, encuentro razones para conmemorar esta fechas. La rebeldía contra la opresión y la tiranía, y el deseo ferviente y decidido por la libertad y la emancipación. Ninguno de quienes se embarcaron en las luchas tuvo nunca la certeza de conseguir lo que buscaba, de lo contrario no habría ningún mérito en ello. Antes que juzgar los resultados habría que analizar las razones que legitiman una causa.

En ambos acontecimientos se subraya la búsqueda de la libertad, entendida como la supresión de la esclavitud, de la tortura y de la indigencia (garantías sociales incluyendo la tierra y contra la alta recaudación). No sin descalabros, fuimos descubriendo que el mejor modelo que garantizaba tales ideales, era el de la República Constitucional.

El primero en desarrollar estas ideas en lo que ahora es nuestro país, fue José María Morelos y Pavón. Inspirado por la Revolución Francesa de 1789, creía en la necesidad de obedecer cuatro principios básicos que se convirtieron pronto en los cuatro pilares del constitucionalismo: El carácter inalienable de derechos básicos, la legitimidad de la autoridad descansada sobre el consenso de la población, la protección de derechos como primer deber de la autoridad y el derecho a la resistencia. Este último sirvió como justificación y razón para instaurar un régimen de gobierno que cumpliera con los primeros tres. Locke entre otros, afirmaba que el pueblo podía legítimamente resistir y finalmente derrocar al gobierno de turno en caso de que no fuera consecuente con el respeto de aquello derechos básicos.

Roberto Gargarella observa que en aquellos movimientos se consideraba que el orden legal no era merecedor de respeto cuando sus normas infligían ofensas severas sobre la población y cuando no eran el resultado de un proceso en el que dicha comunidad estuviera involucrada de modo significativo. Cuando estas dos condiciones estaban presentes, el derecho a la resistencia estaba justificado. (Gargarella, El derecho a resistir el derecho, Miñó y Dávila, 2005). En nuestra Constitución persiste una reminiscencia del derecho a la resistencia en el artículo 39, que señala que “(e)l pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”, y en la Declaración Universal de Derechos Humanos siguiendo la tradición, se reconoce “esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión; (…)”.

En las democracias constitucionales actuales, pareciera que el derecho a la resistencia hubiera perdido carta de naturalización, que la modernidad que devino después de las guerras mundiales, la creación de órganos internacionales como la ONU que se fundaran en el reconocimiento de los derechos inalienables de las personas, que las elecciones periódicas más o menos difundidas a lo largo y ancho del globo generaran la idea de que garantizaba el control y la voluntad popular, la hubieran cancelado. Sin embargo, la miseria y el temor, lejos de desaparecer, persisten y se profundizan, incluso en regímenes democráticos.

A casi dos siglos de independencia, aún no hemos podido consolidar nuestro régimen democrático en México, y en esto guardamos similitudes con muchos otros países latinoamericanos. La razón ha sido que no nos hemos permitido una participación horizontal, hemos ido saltando de oligarquías en oligarquías, dejando a unos pocos decidir por la mayoría.

La llamada transición en el poder en el año 2000, después de un régimen oligarca de 70 años del PRI ha devenido en una nueva oligarquía con características de partidocracia que en ningún sentido han significado un avance mínimamente significativo en mejorar las condiciones democráticas de la sociedad. Si medimos esta llamada transición bajo los indicadores de Charles Tilly (Los movimientos sociales como agrupaciones históricamente específicas de actuaciones políticas. 1995), los derechos y obligaciones no se han ampliado a una proporción mayor de las personas bajo la jurisdicción del Estado, no se distribuyen cada vez con mayor igualdad entre los ciudadanos; no es consultada de manera obligatoria la ciudadanía, con respecto al personal y a las políticas del Estado; y no se ha ofrecido a los ciudadanos, incluidos los miembros de grupos minoritarios, una mayor protección contra acciones arbitrarias por parte de los agentes del Estado. Por el contrario, vemos una crítica y peligrosa tendencia al retroceso.

El déficit democrático en México ha llegado al grado de generar las dos condiciones que históricamente se han conjugado para el surgimiento del derecho a la resistencia: las normas del orden legal infligen ofensas severas sobre la población y no son resultado de un proceso en el que dicha comunidad esté involucrada de modo significativo. No es de extrañar entonces, que existan en México movimientos de resistencia que consideren que el orden legal no es merecedor de respeto y la resistencia a la autoridad esté justificada.

La resistencia como la protesta son indicadores de una anomalía democrática frente a la que las víctimas reaccionan. La respuesta correcta del Estado, democráticamente hablando, es entenderla y atenderla; en términos de Thomas Jefferson “darle la bienvenida, para mantener al gobierno dentro de sus límites (evitar su degeneración) y a la ciudadanía implicada en los asuntos públicos”. Sin embargo no es así, la respuesta ha sido reprimirla.

Frente a una expresión violenta de la resistencia y a la violencia como respuesta del Estado, poco puede decirse de condiciones de democracia. Sin embargo, una razón de esperanza la constituye una fuerte expresión de la resistencia como un movimiento democratizador, que a pesar de la represión del Estado y de la propuesta armada de la resistencia, puede permitir cauces hacia mejores condiciones de igualdad y libertad. Las experiencias indígenas de autonomías de facto, en búsqueda de proteger los derechos que les han sido negados por el Estado, genera prácticas democráticas que son dignas de observar, aprender y apoyar.

Los movimientos de resistencia democratizadores, constituyen un doble desafió al Estado, no sólo rechazan el orden legal existente sino que se proponen hacer uno mejor. El movimiento de resistencia indígena en México ha entendido que su lucha no es por derechos específicos, dado que existe una conciencia de pertenencia a la nación y han comprendido que su suerte como pueblos está ligada a la del resto del país.

En palabras del EZLN, quien ha sido la expresión inspiradora del movimiento de resistencia indígena, en su VI Declaración de La Selva Lacandona, “Vamos a buscar, desde La Realidad hasta Tijuana, a quien quiera organizarse, luchar, construir acaso la última esperanza de que esta Nación, que lleva andando al menos desde el tiempo en que un águila se posó sobre un nopal para devorar una serpiente, no muera. Vamos por democracia, libertad y justicia para quienes nos son negadas. Vamos con otra política, por un programa de izquierda y por una nueva Constitución.»

En esta hora de temor y miseria, de violencia irracional promovida por el gobierno en turno, de ataques al sindicalismo y a los derechos de los trabajadores, de despojo de las tierras indígenas por el insaciable lucro de empresas sin escrúpulos, de la criminalización de la protesta y persecución de defensores y luchadores sociales, no es independencia ni revolución lo que celebramos sino la rebeldía de quienes generosa y solidariamente luchan, sueñan y construyen la libertad y emancipación para los hijos que vendrán, aún cuando no sepamos si lo conseguiremos.

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La Policía Comunitaria o de como se acabó la violencia de los narcos y del Estado en la Montaña y Costa Chica de Guerrero.

¿Actúan las fuerzas armadas como verdugo? Delitos internacionales en la guerra contra el narcotráfico de Calderón.

 Foto Víctor Camacho
Víctor Camacho / La Jornada

“No somos verdugos ni nos dedicamos a ultimar gente”, dijo el General Guillermo Moreno Serrano Comandante de la Cuarta Región Militar ubicada en Nuevo León, refiriéndose al Ejército Mexicano, en respuesta a la CNDH por la recomendación 45/2010 sobre los jóvenes asesinados del Tecnológico de Monterrey, según constata La Jornada en su edición del pasado domingo.

Resulta difícil creerle al General cuando a estas alturas del sexenio calderonista son alrededor de 29,000 los ejecutados en la guerra contra el narco. No sabemos cuántos de ellos lo han sido por manos de las fuerzas armadas pero dos casos de resonancia nacional nos dan una idea de cómo sí actúan como verdugos, me refiero a las ejecuciones de Arturo Beltrán Leyva en Cuernavaca (16 de diciembre de 2009) y de Ignacio Coronel Villareal en Guadalajara (29 de julio de 2010), ambos presuntas cabezas del narcotráfico en México.

No me refiero sólo al hecho de que en el primero caso el enfrentamiento de 100 marinos contra apenas poco más de cinco hombres armados, y en el segundo de 200 militares contra dos presuntos delincuentes, hagan difícil creer la necesidad de ultimarlos en lugar de someterlos y detenerlos, como bien observa John Ackerman en su columna del 9 de agosto pasado; la mejor evidencia de la intención de las fuerzas armadas por ejecutar, es la portación y uso de balas expansivas. De acuerdo a notas de prensa, “varias balas expansivas le perforaron el tórax, el abdomen y la cabeza” a Beltrán Leyva, una más fue utilizada contra uno de sus escoltas en el mismo ataque, y dos fueron encontradas, según peritajes de la SIEDO, en el cuerpo de Ignacio Coronel.

El uso de balas expansivas se prohibió por primera vez por la Convención de Paz de La Haya de 1899. Posteriormente, esta prohibición fue retomada en el artículo 35 del Protocolo I de los Convenios de Ginebra, sobre conflictos armados internacionales: “2. Queda prohibido el empleo de armas, proyectiles, materias y métodos de hacer la guerra de tal índole que causen males superfluos o sufrimientos innecesarios.” La razón de esta disposición tiene su fuente en el preámbulo de la Declaración de San Petersburgo de 1868, en el que se establecía que “el único objetivo legítimo de la guerra es debilitar las fuerzas militares del enemigo” y que por tanto, “en la guerra es suficiente con poner fuera de combate al mayor número posible de hombres”, no liquidarlos.

No sobra repetir que la guerra de Calderón en contra del narcotráfico es ilegal, dado que para declararla se necesitan cubrir los requisitos establecidos en el Artículo 29 constitucional e informar de dicha situación al menos a los Estados Americanos y establecer las medidas de protección de los derechos de las personas,  como lo establece el Artículo 27 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Aun cuando estuviéramos en una situación de guerra o de peligro público que amenazara al Estado (recordemos que vivimos una situación de violencia creada por el propio gobierno federal, ver “A war on drugs?” de Luis Hernández Navarro), “agravar inútilmente los sufrimientos de quienes han sido puestos fuera de combate o hacer su muerte inevitable”, es hoy una norma considerada de derecho internacional consuetudinario, y aplica como delito de guerra de los Estados, aunque no sean parte de los Convenios que explícitamente lo prohíben.

Si esto es así en los supuestos de guerra internacional o interna, con mayor razón es aplicable a los supuestos donde se presumen condiciones de paz y un Estado de Derecho. Si en la guerra el objetivo legítimo es debilitar a las fuerzas armadas del enemigo, en tiempos de paz el objetivo legítimo de los funcionarios de hacer cumplir la ley (la policía o quién cumpla este papel, así sea el Ejército o la Armada) es proteger el derecho a la vida, la libertad y la seguridad de las personas.

Los Principios Básicos sobre el Empleo de la Fuerza y de Armas de Fuego por los Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley de la ONU, establecen que (Artículo 4)“(l)os funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, en el desempeño de sus funciones, utilizarán en la medida de lo posible medios no violentos antes de recurrir al empleo de la fuerza y de armas de fuego (…). (Artículo 5) Cuando el empleo de las armas de fuego sea inevitable, los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley: a) Ejercerán moderación y actuarán en proporción a la gravedad del delito y al objetivo legítimo que se persiga; b) Reducirán al mínimo los daños y lesiones y respetarán y protegerán la vida humana; (…)”. El uso de balas expansivas es, como se evidencia, contrario a este propósito.

No es difícil suponer que los grupos de narcotraficantes utilicen los mismos métodos prohibidos pero no podemos considerar que la responsabilidad sea la misma porque sería tanto como elevarlos a la calidad de autoridades. Por el contrario, el uso de esos métodos deslegitima a las fuerzas armadas y las degrada a la calidad de delincuentes. Para estos existe el derecho penal, no las ejecuciones extrajudiciales.

No sabemos en qué otros casos las fuerzas armadas habrían utilizado balas expansivas u otros materiales prohibidos en su guerra contra el narcotráfico. Lo que se evidencia en los casos de Arturo Beltrán Leyva e Ignacio Coronel, es que el Ejército y la Marina, si es verdad que utilizan balas expansivas, actúan como verdugos, violando los principios básicos sobre el empleo de la fuerza y armas de fuego, y más aún, incurriendo en delitos de guerra condenados por el derecho internacional humanitario.

El Ejército y la Marina estarían lejos de cumplir con los objetivos legítimos de la guerra y mucho más lejos de los objetivos de hacer cumplir la ley, razón por la cual no deben suplir la acción policiaca. Mientras eso se cumple, al menos deben abstenerse de utilizar armas prohibidas y recordar que las ejecuciones extrajudiciales están proscritas.

Es difícil esperar que el fuero de guerra juzgue a las propias fuerzas armadas por contravenir el derecho internacional pero una denuncia ante el Sistema Interamericano sería posible por cualquier persona, dado el carácter de derechos objetivos que tienen los derechos humanos en ese ámbito. Sería un servicio a la democracia y al Estado de Derecho en México que algún organismo de derechos humanos lo hiciera.

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La lógica de la guerra contra el narco: