La democracia de acuerdo a los constitucionalistas del Siglo XVIII, a diferencia de otras formas de gobierno, tiene como base la protección de derechos subjetivos, el reconocimiento de la igualdad y la libertad de las personas, y la soberanía como prerrogativa del pueblo. De ahí se derivaron 4 principios constitucionales que debían ser cuidados: El carácter inalienable de derechos básicos, la legitimidad de la autoridad descansada sobre el consenso de la población, la protección de derechos como primer deber de la autoridad y el derecho a la resistencia.
El primero tiene que ver con el reconocimiento y a la garantía de derechos en la ley. El último, parafraseando a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, al “supremo recurso de la rebelión”, es decir la resistencia a un régimen autoritario y al tirano. El segundo y el tercero hablan de las características que debe tener una autoridad para su legitimación bajo el orden democrático.
Para abordar el tema propuesto en el título, me enfocare en la tercera característica, ya de la segunda se ha cuestionado la legalidad de la elección e incluso la Red Nacional de Organismos Civiles de Derechos Humanos “Todos los derechos para todas y todos” ha dicho que Enrique Peña Nieto “(…) debería estar enfrentando procesos penales, al menos desde los hechos de Atenco en 2006, está a dos meses de recibir la banda presidencial, gracias a la irresponsabilidad del poder judicial y a la sumisión de la procuración de justicia al poder político. (…) Declaramos que en democracia no basta tener la mayoría para alcanzar legitimidad, se requiere además jugar con reglas democráticas, garantizar certeza, transparencia y equidad en la contienda, y una verdadera representatividad, condiciones que no han sido alcanzadas.”
Si vamos entonces al deber primordial de la autoridad de proteger los derechos, se entendería que el Pacto por México auspiciado por él y firmado por los tres principales partidos políticos (aunque con oposición dentro del PRD por no haber existido consulta hacia dentro), sería el que reflejaría tal propósito.
Antes, no podemos dejar de mirar la naturaleza del Estado contemporáneo y el contexto del país para poder hablar de objetivos en derechos humanos. Sobre lo primero, hay que entender que el Estado ha sido cooptado por grupos de interés. El Estado, como señala Boaventura Sousa (Sociología Jurídica Crítica, 2009) hoy no puede ser entendido como la representación de los ciudadanos dentro de su jurisdicción, sino como un ente detentador de poder que representa sólo a algunos. Con el PAN en el poder (2000-2012), la norma, las políticas y las instituciones se reconfiguraron al servicio de las grandes empresas, legales o ilegales. El anterior centralismo del Estado que pretendía la organización de todos los actores (el Estado revolucionario priista en particular) se desdibuja, y el PRI actual recupera el poder presidencial sin el peso histórico «revolucionario» que agonizante tenía aún aquel PRI de finales de siglo. El «nuevo PRI» con viejas mañas responde a los mismos intereses y a la misma lógica de profundización del neoliberalismo, a los que servía el PAN.
El modelo económico que beneficia a unos cuantos persiste, y lo podemos ver en el mismo Pacto: seguirá la política extractivista y de despojo de bienes y territorios: la minería (sobre la que sólo se propone un impuesto, sin considerar la participación, la consulta y los temas ambientales -compromiso 61), la infraestructura para la industria y el turismo, han sido causa de buena parte de las luchas que defensores y defensoras, particularmente indígenas y campesinos, han protagonizado en los últimos años.
La justificación, como siempre, ha sido el empleo: «El mejor instrumento para terminar con la pobreza es el empleo», comienza diciendo el capítulo 2 del Pacto por México, para luego hablar de nuevas reglas para los grandes capitales en la competencia económica (telecomunicaciones, transporte, servicios financieros y energía). La historia demuestra que la competencia económica no genera empleo, por el contrario lo reduce (rasgo cuantitativo) y precariza (rasgo cualitativo); para colmo la competencia económica fue el pretexto para la reforma laboral; en lugar de hablar de trabajo decente (centrado en la persona y no en la productividad), el empleo ha sido el pretexto para rendirse ante los grandes capitales que so pretexto de la inversión, han destruido la industria nacional y particularmente los mercados regionales y las economías locales, generando mayor dependencia, pobreza y migración.
La otra cara de la moneda es el negocio de las empresas ilícitas, funcionales a la lógica neoliberal, y de grandes dividendos. Para ella también se acomodan la norma y las instituciones. La lógica de guerra, además de administrar el poder entre cárteles, mueve la economía: la de las armas (que interesa sobre todo a Estados Unidos), la de los bienes raíces y la construcción (hay que ver el boom de la construcción en Cd. Juárez, por ejemplo), la de la droga evidentemente, entre otras. El sentido común frente a este fenómeno dicta un cambio de enfoque, de uno obsoleto de seguridad nacional a uno de salud pública, despenalizando como remedio para quitarle el poder económico a los cárteles y con ello su poder armado.
Se dice ahora que la cantidad de giros criminales hacen que la despenalización de la droga sea insuficiente para frenar el poder violento del crimen (y el Estado), es cierto pero esta medida sigue siendo central y necesaria porque la norma y la política siguen beneficiando al crimen. Otro ejemplo que alimenta el crimen organizado es la política migratoria. Mientras que persista la lógica restrictiva de la libertad de tránsito y la persecución de migrantes, se tienen las condiciones ideales para la trata de personas, la extorsión, el secuestro, etc. El otro gran frente de lucha de defensoras y defensores en el país, es el derivado de la violencia si no generada al menos alimentada por el Estado.
La competencia para la acumulación del capital como objetivo principal del neoliberalismo no reconoce medios lícitos de medios ilícitos, lo que ha impactado doblemente en la ética y en la ética política, no sólo de las altas clases sino a la sociedad toda.
Las políticas frente al crimen no parecen que vayan a cambiar con la nueva administración, por el contrario, se ha anunciado el reforzamiento de la seguridad en la frontera sur, se construyen más centros de detención, se crea una nueva policía militarizada (Gendarmería Nacional que ejercerá la soberanía – nótese el concepto-compromiso 76) y se reconcentra en la Secretaria de Gobernación el mando y control de la seguridad (a través de subsumir la SSP y la coordinación de las policías estatales -compromiso 75), lo que deja un mensaje claro del uso político de los cuerpos policíacos.
Frente a este panorama lo que ofrece el Pacto para «la creación de una sociedad de derechos» resulta improbable. Tanto las llamadas políticas sociales (ya el relator sobre el derecho a la alimentación señalaba la contradicción entre gasto público y gasto social, lo que cuestiona a la política pública en sí) como la de derechos humanos son menos que paliativos, son zanahorias que buscan legitimar al nuevo presidente y su política porque no atienden a las causas.
Los firmantes del pacto revelan quizá el principal problema para un estado de derecho democrático en México, esto es, el monopolio del poder político concentrado en los partidos, y los intereses particulares que representan. Un monopolio que ha devenido en el acabose de los partidos como instituciones políticas para devenir en gestores políticos de intereses privados. El pacto firmado entre ellos no propone modificar las reglas del poder político hacia uno más democrático.
En lugar de proponer un modelo de democracia deliberativa donde se garantice el derecho de la participación política de la población desde lo local, con representaciones reales de la diversidad política y social del país, se propone fortalecer el modelo oligárquico donde unos cuantos deciden (y del que todos los partidos se benefician), a cambio de candidaturas ciudadanas sin representación, y la reglamentación a la iniciativa ciudadana y a la consulta popular. La soberanía sigue fincad en los cuerpos armados y no en la participación política de la población.
En lugar de proponer una política económica de redistribución equitativa de la riqueza, propone empleo (como justificación a la inversión externa), a cambio de subsidios (que siempre han servido de política clientelar) y de gasto social en salud, educación y cultura;
En lugar de proponer una política de seguridad con un enfoque preventivo y ciudadano, insiste en el uso de la fuerza, concentra el poder policiaco y crea una policía militarizada «como un cuerpo de control territorial que permita el ejercicio de la soberanía del Estado», a cambio de «una ley sobre el uso legítimo de la fuerza» (compromiso 28), «la ley de víctimas» (compromiso 27) y reforzar mecanismos de protección a defensores (compromiso 29).
En lugar de garantizar la libertad de tránsito, se habla de derechos de los migrantes y una política migratoria que reconozca el derecho a migrar como un derecho humano, con riesgo de caer en eufemismos. Como se ha dicho tal política tiene que garantizar la universalidad de la libertad de tránsito y por tanto modificar la política persecutoria de migrantes.
En lugar de ofrecer fortalecer la independencia del poder judicial, de dotar de autonomía a la procuraduría de justicia y eliminar el monopolio de la acción penal para destrabar la politización de la justicia y la impunidad, ofrece un solo código penal y un sólo código de procedimientos penales, a cambio agilizar la implantación del modelo de justicia oral y acusatorio.
En lugar de proponer dejar de abusar de la prisión preventiva propone la construcción de más cárceles, a cambio de un sistema de cumplimiento de penas menores por servicios comunitarios.
En lugar de proponer la autonomía de los pueblos indígenas reconociendo sobre todo sus derechos de participación y territoriales, se les sigue amenazando de despojarlos a través de la minería, la industria energética, el turismo, etc., dentro de sus territorios, a cambio el reconocimiento de estos pueblos como entidades de derecho público. Tal reconocimiento deberá contemplar los derechos establecidos en los instrumentos internacionales sobre derechos de los pueblos indígenas o será un reconocimiento vacío.
En suma, no podemos dejar de demandar la ampliación de márgenes de libertad, igualdad y participación, en una agenda de derechos humanos, y hacer de ellas el termómetro de una sociedad de derechos; de otro modo son acciones aisladas que algunos más diplomáticos considerarán “un avance”, yo creo que son una zanahoria para el movimiento de derechos humanos. Mientras las razones y las causas de las violaciones a derechos humanos en el país se mantengan intactas, las y los defensores seguirán recibiendo premios y amenazas (o viceversa).